Hay una riqueza que no cotiza en Wall Street ni se encierra en cajas fuertes: el tiempo.
El tiempo no se hereda ni se guarda, no se compra en cuotas ni se presta con intereses.
El tiempo, señores, es el oro más impune.
Y en esta bolsa sin valores, mi hijo tiene 70 lingotes y yo apenas 30.
Dirán que soy pobre. Y sí, lo soy.
Pobre de minutos, de mañanas por estrenar y de abrazos sin dar.
Mi hijo, en cambio, va con los bolsillos llenos de porvenires,
con el pecho inflado de futuros posibles.
Tiene 70 años para gastar como un millonario que no sabe en qué derrochar.
Y yo tengo 30… si no me tropiezo antes con un diagnóstico traicionero o un bondi apurado.
Pero no hay que confundirse:
tener más años por delante no siempre es ser más rico.
Porque hay quienes tienen 80 por vivir y ni una sola idea que los mueva, y hay quienes con 10 por delante construyen una eternidad con sentido.
La Teoría del Reloj Invertido dice que el tiempo vale más mientras menos queda.
Que un año a los 20 es un centavo, y uno a los 60 es un diamante.
Que la vida no es cuánto tiempo se tiene, sino cómo se quema.
Que hay que vivir como si fuéramos pobres del reloj
y ricos de ganas.
Así que no me lloren la cuenta regresiva.
A lo mejor mi hijo tiene más años, pero yo tengo más urgencia.
Y la urgencia, amigos, es el motor de los que no se resignan.